he escrito un relato. si está basado o no en hechos reales,
lo dejo a la libre interpretación del lector. ;) espero que os guste.
Para la preinscripción en la Complutense necesitaba
fotocopias compulsadas de mi expediente y mi título. Entendía que se trataba de
fotocopiar esos documentos, y que en la secretaría de la universidad donde me
gradué comprobaran su autenticidad y sellaran las copias.
No iba a ser tan fácil. Cuando presenté en secretaría la
copia del solemne documento con mi nombre escrito en letras góticas, el escudo
de la Escuela y la firma del director, el rector o quien fuera, la señora que
me atendió me dijo: “¡Pero esto no es el título!”. “¿Ah no, pues qué es
entonces?”, respondí con una sonrisa irónica.
Me explicó que ese título en cartulina color beige que nos
entregaron en una ceremonia celebrada en el Palacio de Congresos, no tiene
validez administrativa, es puramente simbólico. El verdadero título, aún más
solemne si cabe, que se solicitaba previo pago -cómo no-, tenerlo lo tenía,
pero a saber dónde. Afortunadamente lo encontré, dentro del aparador del salón
y metido en un sobre grande.
Una vez superado el escollo de encontrar mi título de
ingeniero, los pasos que debía dar eran: pedir en secretaría las cartas de pago
para dos compulsas -la del título y la del expediente-, realizar el pago en el
banco más cercano, y volver a secretaría para que sellaran las copias de ambos documentos.
Al día siguiente tendría que realizar todos esos trámites, y después desplazarme a la Universidad Complutense para presentar la documentación antes de
las 2 de la tarde, ya que era el último día. La decisión de preinscribirme en
la carrera de Matemáticas la había tomado el fin de semana anterior, como plan
B para el curso siguiente. Si la cosa no salía bien, al menos podía decir que
lo había intentado.
Salí de casa lo más pronto que pude, tras algunas tareas
domésticas ineludibles. Saqué la fotocopia del título auténtico, y después tuve que esperar un poco a que me atendieran en secretaría. Mientras tanto, escuchando algunas
conversaciones, pude comprobar que la escuela donde estudié no ha cambiado
mucho...
Después de eso, tocaba ir al banco. Tenía pensado ir a la
sucursal de QuéPaixa más cercana. Pero
mientras cruzaba la Castellana me di cuenta de que no tenía que hacerlo
necesariamente en mi banco. Miré las cartas de pago, y ponía que se
podía hacer, entre otros, en el Tartaner.
Había una sucursal muy cerca de la Escuela, y que además la tenía localizada porque
había pasado por ahí muchas veces. Pues hala, media vuelta, otra pérdida de
tiempo más, y no iba precisamente sobrado.
Al entrar allí, no se me abrían las puertas. “Lleva usted
objetos metálicos”, decía una voz electrónica. Pues claro que llevo objetos
metálicos, nos ha fastidiado, las llaves de mi casa y algunas monedas, como
todo hijo de vecino. Había que dejar esos objetos en una especie de taquilla, y
guardar la llave para recogerlos al salir. La llave de la taquilla también es metálica, pero bueno, al final pude entrar. Desde luego, con tanta
seguridad no será fácil atracar ese banco.
Seguía encontrando obstáculos, y no sabía si me iba a dar
tiempo. Mientras estaba en la cola del banco, pensaba en marcharme y dejarlo
correr, pero supe que luego me iba a arrepentir. Y eso sí, tenía
claro que después de pagar las compulsas, que eran 20 euros, no tenía sentido
echarse atrás.
Tras haber realizado el pago, volví a la Escuela. Tanto
jaleo para estampar cuatro puñeteros sellos. Pero dándome cuenta de lo
valiosos que al parecer eran esos sellos, carecía de sentido no darles uso, por
lo que decidí continuar hasta el final. Me dirigí a la boca de metro de Nuevos
Ministerios para ir pitando a la ‘Complu’.
Al bajarme en la estación de Ciudad Universitaria, saqué mi
plano impreso. Si la boca de metro estaba en el lado ajardinado de la Avenida Complutense, el edificio del Vicerrectorado de Estudiantes quedaba justo enfrente. Dudé un momento, porque yo lo veía todo igual de verde, en ambos lados había césped y árboles. Como veis, mi
sentido de la orientación es magnífico. Menos mal que había un cartel enorme anunciando el mencionado edificio, que lo vería hasta Rompetechos.
Al entrar allí, vi que había que coger número y estar
pendiente de un panel electrónico que te indicaba a qué puesto de atención
tenías que dirigirte, cuando llegara tu turno. Igual que en Correos. Al sacar
mi número, comprobé con terror que quedaban unos cincuenta por delante. Pero me
senté y esperé, no tenía nada que perder.
Me fijé en la gente que había allí, sintiéndome un poco
viejo entre tantos chavales. Eso sí, parece que no era yo el único en presentar
los documentos el último día. Afortunadamente, la cola
avanzó rápido. Había una chica muy mona y sonriente que me habría gustado que me
atendiera, pero me tocó otra. Aunque también era maja, eso sí.
Salí de allí satisfecho, pensando que me quedaría un buen
recuerdo de ese día, fuera cual fuera el desenlace. Había sido toda una
aventura, y en algunos momentos me había planteado renunciar, pero al final pude cumplir mi objetivo de entregar los papeles a tiempo. Y me resultó agradable
sentir de nuevo el ambiente universitario...
Ahora ya sólo queda esperar, como cuando plantas un árbol.